Durante un breve período, los muertos vivientes sirvieron como una práctica prueba Rorschach para los males sociales de Estados Unidos. En varias ocasiones, representaron el capitalismo, la guerra de Vietnam, el miedo nuclear, incluso la tensión que rodeaba al movimiento por los derechos civiles. En la actualidad, los zombis se relacionan casi siempre con el fin del mundo a través del «apocalipsis zombi», una pandemia global que convierte a la mayoría de la población humana en bestias voraces de carne de su propia especie. Pero ya no hay una metáfora clara. Aunque Estados Unidos siga sufriendo grandes males sociales -desigualdad económica, brutalidad política, racismo sistémico, asesinatos en masa- los zombis han sido absorbidos como un entretenimiento completamente independiente de estos dilemas.
Lo cual es una pena, porque el zombi es un símbolo muy potente. Por ejemplo, hay una clara conexión entre el zombi de Saint-Domingue impulsado por los esclavos y la reciente exploración de Ta-Nehisi Coates de la descorporeización negra: el cuerpo bajo la constante amenaza de captura, encarcelamiento y asesinato. Para los esclavos haitianos, la invención del zombi era una prueba de que el abuso que sufrían era en cierto modo más poderoso que la propia vida: habían imaginado un escenario en el que seguían siendo esclavos incluso después de la muerte. En Between the World and Me, observando a un joven frente a un 7-Eleven, Coates escribe: «Esta era una guerra por la posesión de su cuerpo y esa sería la guerra de toda su vida». La misma declaración podría transportarse a 1400 millas y 300 años y seguir siendo válida.
En cambio, la cultura pop estadounidense ha utilizado al zombi, cargado como está de historia, como una forma de escapismo, más que como un vehículo para explorar su propio pasado o sus miedos actuales. En su artículo para GreenCine, Liz Cole da en el clavo al afirmar que, sea cual sea su sombra alegórica, los zombis quizá sean «una forma de satisfacer nuestras fantasías postapocalípticas» por encima de todo. Elmo Keep señala en The Awl cómo la cultura pop tiende a romantizar las representaciones del fin del mundo: En estas situaciones, «las frustraciones insignificantes y las realidades mundanas de la vida real desaparecen, al igual que las complejidades». Y así, el apocalipsis zombi no es una salida para los miedos sino para las fantasías, funcionando como una escotilla de escape hacia un mundo con mayores apuestas dramáticas, menos gente y la oportunidad de reinventarse, para bien o para mal.
Los zombis, en su encarnación estadounidense, despojan a la tierra de sus partes esenciales: la humanidad, la naturaleza, la supervivencia. Pensemos en la Georgia de The Walking Dead, una extensión desolada pero extrañamente idílica de campamentos, campos, moteles abandonados y claros del bosque. En este sentido, los escenarios zombi postapocalípticos son tan utópicos como distópicos. El paisaje está libre de plantas industriales, torres petrolíferas, desarrollos inmobiliarios, atascos, obras de construcción y plagas urbanas.
Con sólo un puñado de supervivientes frente a un paisaje descarnado de marrones y verdes, las decisiones de cada persona adquieren una importancia desmesurada, a menudo con un significado de vida o muerte. Como dijo la antigua estudiante de doctorado de Stanford Angela Vidergar a Live Science en 2013, «Las decisiones éticas que los supervivientes tienen que tomar bajo coacción y las acciones que siguen a esas elecciones son muy diferentes a cualquier cosa que hubieran hecho en su vida normal.» La importancia de la vida de los personajes en The Walking Dead está implícita, porque la suya es la única historia que queda por contar. Y eso, por supuesto, es la clave de su poder fantasioso: ¿Quién no querría evadirse en personajes que llevan vidas de infalible importancia, con su supervivencia y la resistencia de la raza humana perpetuamente en juego?