Hacia el final de mi primera partida a Skyrim, abusé ligeramente del sistema de alquimia y forjé una espada a dos manos con doble encantamiento que infligía más de mil daños de un golpe. Esa espada puso fin a una guerra e hizo la mayor parte del trabajo de matar a un dios dragón. Estaba compuesta por algunos de los materiales más raros del mundo, imbuida con el alma de un sacerdote dragón, y fue elaborada por un talento mejor que el de los Daedra. Era un arma que podía construir o romper un imperio y no tenía precio, ya que nadie más en el universo podría haber hecho una igual, excepto yo.
Se llamaba «Gran Espada Daédrica (Legendaria)».
Mi equipo de esgrima está hecho de acero, titanio y aluminio. Si lleva un encantamiento, es una maldición menor que frustra mi control de puntos en momentos críticos. La única parte a la que le tengo verdadero apego en cualquiera de ellos es la empuñadura, y la única característica distintiva que tiene cualquiera de ellos es que uno necesita claramente que le cambien la arandela porque me encuentro con que tengo que apretar la tuerca con demasiada frecuencia. Ni siquiera les doy la dignidad de artículos definidos.