Viene de la tierra, principalmente. Cuando la lluvia se forma y cae por el aire, acumula dióxido de carbono de la atmósfera, haciendo que se vuelva ligeramente ácida. Luego fluye sobre la tierra, erosionando las rocas y recogiendo pequeñas cantidades de sal y otros minerales disueltos. En este punto, el agua sigue siendo básicamente dulce; hay algo de sal en ella, pero normalmente no la suficiente como para que no sea potable. Sin embargo, la mayor parte del agua de lluvia acaba llegando al océano. Una vez que llega allí, algunos de los minerales disueltos -como el calcio- se eliminan del agua mediante procesos biológicos, pero la sal tiende a permanecer. La sal adicional es aportada por la actividad hidrotermal y volcánica submarina.
La idea de que la sal era depositada gradualmente en el mar por los ríos fue sugerida por primera vez por el astrónomo británico Edmond Halley en 1715. Halley llevó su observación un paso más allá y propuso que la salinidad del agua del mar podría servir como una especie de reloj que podría utilizarse para determinar la edad del océano (y por tanto, supuso, de la Tierra). Pensó que si se dividía el volumen total del agua del océano por la velocidad a la que se depositaba la sal en el océano, se sabría cuánto tiempo había tardado el océano en alcanzar su nivel actual de salinidad. Las técnicas de medición no eran lo suficientemente precisas para realizar el cálculo en la época de Halley, pero el físico irlandés John Joly lo intentó en 1899 y llegó a una estimación de 90 millones de años. (Técnicas más avanzadas revelaron posteriormente que se trataba de una subestimación importante; la edad real es más bien de cuatro mil millones). Desgraciadamente, el esquema de Halley era defectuoso desde el principio; entre otros problemas, no tuvo en cuenta el hecho de que parte de la sal marina queda secuestrada en forma de depósitos minerales en el fondo del mar.