Si se mira nuestro planeta azul desde lejos, se podría concluir fácilmente que la Tierra no es más que un mundo de agua. Más del 70% de su superficie está cubierta por océanos, a una profundidad media de 3.700 metros. Durante eones, esa agua ha dado forma a los continentes, ha construido nuestra atmósfera y contiene (en algún lugar de sus profundidades) la cuna de la vida.
Para localizar el origen de nuestros océanos, debemos empezar por la materia prima
Hoy en día, nuestros océanos albergan millones de formas de vida -desde bacterias hasta ballenas azules- y son el centro de la ecología, el clima y el tiempo de nuestro planeta. El agua que contienen impulsa los vientos del mundo, se convierte temporalmente en nubes o capas de hielo en varios lugares, y conecta los polos a través de lánguidas corrientes de aguas profundas, procesos que son todos ellos reflejo del singular papel del agua en la absorción y el traslado de la energía del Sol alrededor de nuestro planeta.
Por estas y muchas otras razones, en lo que respecta a la vida, los océanos son la Tierra.
Pero estos océanos no han existido siempre en nuestro planeta. Y el agua que contienen es ajena, pues llegó aquí muchos cientos de millones de años después de que la Tierra tomara forma por primera vez, hace 4.500 millones de años. Por aquel entonces, la superficie de nuestro planeta era un infierno irreconocible: volcánica y seca hasta los huesos.
El agua de nuestros océanos, la sustancia preciosa para toda forma de vida y que ha llegado a definir nuestro planeta, llegó en trozos congelados desde el espacio durante uno de los episodios más violentos de la historia temprana de nuestro planeta.
Hace unos 5.000 millones de años, todos los ingredientes de nuestros océanos flotaban en una nebulosa planetaria
Para localizar el origen de nuestros océanos, debemos empezar por la materia prima. El agua es la segunda molécula más común en el universo y cada una está hecha de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno.
El hidrógeno proviene de los momentos posteriores a la propia creación, el Big Bang. Al estallar el universo hace 13.700 millones de años, parte de la energía que salió de la inimaginable bola de fuego comenzó a condensarse en partículas y radiación.
En sus primeros tres minutos, algunos de los electrones y protones recién formados se habían frenado lo suficiente como para capturarse mutuamente por atracción. Todo el hidrógeno del universo se formó aquí y, a día de hoy, sigue siendo el átomo más común del universo.
Los átomos de oxígeno llegaron millones de años después. A medida que el universo seguía expandiéndose, las nubes de hidrógeno se agruparon y su atracción gravitatoria mutua acabó siendo tan intensa que los átomos del centro de las nubes comenzaron a fusionarse en helio. Así nacieron las primeras estrellas, que ardieron durante miles de millones de años hasta que el combustible de hidrógeno de sus centros se agotó. En ese momento, las estrellas colapsaron y comenzaron a fusionar su helio.
A través de múltiples etapas de fusión, esta primera generación de estrellas produjo muchos de los elementos pesados que conocemos, desde el helio hasta el hierro. Finalmente, la presión gravitatoria en su interior no fue lo suficientemente fuerte como para fusionar los átomos pesados que se habían creado y las estrellas murieron en explosiones que fueron, momentáneamente, más brillantes que el resto de las galaxias en las que existían.
Sus núcleos colapsaron en una densa colección de partículas conocida como enana blanca, mientras que las explosiones crearon vastas nubes circundantes de átomos recién creados de carbono, neón, azufre, sodio, argón, cloro y, fundamentalmente, oxígeno.
Esta región del espacio se convirtió en la fábrica de todas nuestras moléculas de agua
Estos restos estelares, llamados nebulosas planetarias, se encuentran entre los objetos más bellos del espacio. La radiación de la estrella enana blanca ilumina las nubes de gas que las rodean, produciendo vivos colores fluorescentes y los astrónomos se han animado a darles nombres evocadores como Ojo de Gato, Gemelos de Estrella de Mar, Bola de Nieve Azul, Esquimal y Hormiga.
Hace unos 5.000 millones de años, todos los ingredientes de nuestros océanos -todo el hidrógeno y el oxígeno que acabarían formando moléculas de agua en la superficie de nuestro planeta- flotaban en la nebulosa planetaria en la que nació nuestro Sol, encendiéndose a partir de una nube de gas de hidrógeno en colapso.
En esa nebulosa, fuera del alcance de la inexorable atracción gravitatoria del joven Sol que, de otro modo, los habría absorbido, las moléculas y los átomos flotaban entre granos de polvo mucho más grandes (grandes en términos atómicos, pero de un ancho equivalente a la millonésima parte de un cabello humano) hechos de carbono, silicio y otros elementos.
No había mucho alrededor: sólo unos pocos miles de átomos por centímetro cúbico y la mayor parte era hidrógeno. Pero esta región del espacio se convirtió en la fábrica de todas nuestras moléculas de agua.
Cada molécula de agua de la Tierra comenzó su precaria existencia en uno de estos granos de polvo
Las moléculas de agua que ahora están en nuestros océanos se reunieron por casualidad en estos granos de polvo de carbono y silicio. El camino que tomaron para llegar hasta allí fue dolorosamente lento e ineficiente.
En promedio, un átomo de hidrógeno se posaba en un grano de polvo aproximadamente una vez al día pero, dada su diminuta masa, los átomos solían rebotar lejos de los granos casi tan pronto como habían aterrizado. Los átomos de oxígeno tendían a quedarse un poco más cuando chocaban con los granos.
De forma aleatoria y muy rara, los átomos tanto de oxígeno como de hidrógeno chocaban con estos granos de polvo y, aún más rara, lo hacían al mismo tiempo y durante el tiempo suficiente y estaban lo suficientemente cerca del grano de polvo como para formar enlaces químicos entre ellos.
Cada molécula de agua de la Tierra comenzó su precaria existencia en uno de estos granos de polvo, cuando un átomo de oxígeno y dos átomos de hidrógeno se encadenaron al polvo y comenzaron a compartir sus electrones exteriores en su nuevo hogar. En el transcurso de cientos de miles de años, a medida que avanzaba por el espacio y chocaba con más hidrógeno y oxígeno, cada grano de polvo fue adquiriendo sucesivas capas de hielo, hasta duplicar su tamaño. Para cuando el sistema solar tenía un millón de años, estaba lleno de motas de carbono y silicio que llevaban su manto de hielo irregular y amorfo.
Sin una atmósfera completamente desarrollada, las moléculas de agua escaparon de la Tierra y hirvieron hacia el espacio
Con el tiempo, esos granos de polvo incrustados en el hielo se acercaron entre sí y se fusionaron en granos ligeramente más grandes. Las partículas individuales crecieron, primero hasta unos pocos milímetros de diámetro para formar pequeñas piedras, que luego se combinaron sucesivamente en rocas, cantos rodados, asteroides y, finalmente, planetas. Todos los objetos que conocemos en nuestro Sistema Solar aparecieron, cual ave fénix, a partir de la danza aleatoria de las cenizas de una estrella que había explotado hasta morir millones de años antes.
Antes de que los océanos pudieran llegar a nuestro planeta, éste tuvo que formarse.
En sus primeros millones de años, un enorme disco de rocas y hielo orbitaba alrededor del Sol. La Tierra (y otros planetas) tardaron 20 millones de años en unirse a partir de ese remolino de escombros. Nuestro primer planeta, hace 4.500 millones de años, era un lugar ferozmente caliente. La superficie estaba cubierta de volcanes, gran parte del suelo corría con magma fundido y enormes rocas golpeaban la superficie con regularidad.
Y llovió. Y llovió. Posiblemente durante milenios
Una de las rocas que chocaron tenía el tamaño de un pequeño planeta y su impacto arrancó un trozo de la corteza y el manto de la Tierra, que comenzó a orbitar nuestro planeta y se convirtió en la Luna. En el subsuelo de la Tierra, la descomposición de los elementos radiactivos produjo un enorme calor. Hay una razón por la que estos primeros 500 millones de años se conocen como la era hadeana, llamada así por Hades, el inframundo infernal de los antiguos griegos.
La mayor parte del agua, si no toda, que había en la superficie de la Tierra en esta época procedía de las rocas y el hielo que se habían unido para formarla en primer lugar. Pero el planeta primitivo tenía problemas para retener el agua. Sin una atmósfera completamente desarrollada, las moléculas de agua se escaparon de la Tierra y hirvieron hacia el espacio.
Nadie sabe cuántos objetos chocaron contra la Tierra y cuánta agua trajeron
Todo el tiempo, más agua era empujada hacia la superficie por los colosales procesos geológicos que dieron a la Tierra su estructura interna. Los elementos pesados, como el hierro, fluyeron en gran medida hacia el centro, y comenzaron a formarse las distintas capas de corteza, manto y núcleo que vemos hoy. El agua y otros compuestos volátiles de las rocas fueron impulsados hacia arriba al enfriarse el manto. Los volcanes y otras fisuras de la corteza permitieron que el vapor de agua sobrecalentado escapara a la atmósfera.
Alrededor de 500 millones de años de vida, la atmósfera y la temperatura se estabilizaron en la Tierra y el vapor de agua que había sido impulsado al aire comenzó a condensarse. Y llovió. Y llovió. Posiblemente durante milenios. Aunque sólo sea por eso, el diluvio relatado por innumerables historias míticas de la creación se correlaciona con lo que ocurrió en los primeros y más tumultuosos años de la Tierra.
La Tierra tenía ahora algo de agua en su superficie. Pero esos primeros océanos, agotados por las condiciones cálidas de la Tierra hadeana, no contenían ni de lejos la cantidad de agua que vemos hoy en nuestro planeta.
La mayor parte de nuestros océanos llegó de otros lugares. Más o menos al mismo tiempo que el diluvio llovía sobre la superficie de la Tierra, los planetas interiores de nuestro Sistema Solar fueron golpeados por cometas y asteroides ricos en agua extraterrestre. Las pruebas de estos acontecimientos, conocidos colectivamente como el Bombardeo Pesado Tardío, están grabadas en la superficie de la Luna.
Si avanzamos miles de millones de años, nos encontramos con un planeta sin océanos de agua líquida
Nadie sabe cuántos objetos chocaron contra la Tierra y cuánta agua trajeron. Pero este periodo de intenso bombardeo duró desde hace 4.500 millones hasta 3.800 millones de años y, al final del mismo, la Tierra tenía todos sus océanos.
No se sabe exactamente de dónde vinieron estos cometas y asteroides. Una forma de averiguarlo es examinar las proporciones relativas de agua pesada en los cometas y asteroides que provienen de diferentes partes del Sistema Solar. El agua pesada contiene deuterio, una forma de hidrógeno que contiene un neutrón además de un protón en su núcleo.
Las mediciones de algunos de los cometas estudiados más recientemente -incluidos el Halley, el Hyakutake y el Hale-Bopp- muestran que tienen el doble de proporción de deuterio en su agua, en comparación con el agua de los océanos de la Tierra.
A finales de 2014, el misterio se profundizó con los primeros resultados de la misión Rosetta de la Agencia Espacial Europea. Rosetta había pasado 10 años volando 300 millones de millas a través del espacio para alcanzar al cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko, uno de los cometas de la familia de Júpiter.
Una vez que nuestros océanos estaban en su sitio, el siguiente reto al que se enfrentaba nuestro joven planeta era aferrarse a ellos
Un espectrómetro de a bordo encontró allí alrededor de tres veces más agua pesada (en comparación con el agua normal) que en la Tierra. Si estos cometas son representativos del sistema solar primitivo (y hay pocas razones para pensar lo contrario), entonces no podrían haber proporcionado el mismo agua que hay ahora en la Tierra, y tenemos que seguir buscando en otros lugares para encontrar la fuente definitiva del agua de nuestro planeta.
Una vez que nuestros océanos estaban en su lugar, el siguiente reto al que se enfrentaba nuestro joven planeta era aferrarse a ellos. Afortunadamente, nuestro planeta se encontraba en el lugar adecuado. La Tierra se formó en la zona habitable del Sol, una distancia de nuestra estrella que no está ni demasiado cerca ni demasiado lejos para que exista agua líquida en la superficie. Como si necesitáramos un recordatorio de lo afortunada que es nuestra ubicación, justo al lado nuestro en el Sistema Solar hay dos lecciones saludables.
Venus está más cerca que la Tierra del Sol, y a menudo se le cita como nuestro gemelo malvado, un ejemplo de cómo podrían haber resultado las cosas en nuestro planeta si todo hubiera salido mal. Su incapacidad para retener los océanos es un ejemplo clave: la intensa radiación solar en este planeta habría creado un mundo húmedo tras la llegada del agua en el Bombardeo Pesado Tardío. El vapor de agua habría llegado hasta lo más alto de la espesa atmósfera del planeta.
Hay pruebas de que el agua fluyó en la superficie del planeta rojo en algún momento de su historia, pero no fluye en la actualidad
Cuanto más alto llegara el agua, más probable sería que se encontrara con la energética radiación ultravioleta procedente del Sol, con lo que cada molécula de agua se habría dividido en oxígeno e hidrógeno. El hidrógeno, al ser tan ligero, se habría escapado fácilmente al espacio.
Adelante, miles de millones de años, nos encontramos con un planeta sin océanos de agua líquida.
Marte nos ofrece el otro extremo, mostrando lo que le ocurre al agua que acabó demasiado lejos del Sol durante el Bombardeo Pesado Tardío. Cuando no hay suficiente energía solar para mantener los ríos y océanos de agua en movimiento, un planeta puede entrar en un estado de glaciación galopante. Los casquetes polares se expanden y, dado que el hielo del agua es blanco, los campos de agua congelada reflejan cada vez más la luz solar que llega a la superficie.
En un círculo vicioso, esto hace que el planeta se enfríe aún más. Esto es lo que probablemente ocurrió en Marte, que orbita justo fuera de la zona de agua líquida del Sol. Hay pruebas de que el agua fluyó en la superficie del planeta rojo en algún momento de su historia, pero hoy no fluye.
Por suerte para nosotros, la Tierra no se enfrentó a una glaciación galopante ni su agua hirvió inexorablemente. Después de mil millones de años de vida, por fin tenía todas las piezas en su sitio -una atmósfera estable, una posición perfecta en el sistema solar y un entorno clemente- para mantener los vastos y definidos océanos que vemos hoy.